Texto catálogo Amalia Amoedo, Museo Rosa Galisteo, Santa Fe, 2000.
Llego a la casa de Amalia Amoedo y me parece haber entrado directamente en su obra. Colores en todos los cuartos, flores, cortinas de tul, libros de Warhol, de Betty Page, revistas y pequeños objetos en cada rincón. Un cuadro de Marcelo Pombo que espera ser colgado. No hay nada impostado. Un bunker de Disneylandia que la aparta y la protege de la tediosa neblina del malestar porteño. Una especie de neo pop recorre su entorno, su obra y su aspecto. Amalia es así. Aparenta una ingenuidad que esconde una absoluta certeza de lo que ella quiere para su vida. Contrarrestar el dolor con la risa y un proyecto postergado que hoy se convirtió en una elección absoluta: diseñar su modo de vida. El de ella, el propio, único y singular. Y ese modo es el Arte, así, con mayúscula.
“A mí me gusta llorar de emoción”- me dice esta niña mujer. La infancia como tema de sus primeras obras, esos objetos armados con caramelos, chocolate y aromas, fue dejando lugar a una pintura más reflexiva que se evidencia en sus cuadros actuales. Son pasteles tiza y óleo sobre papel, cargados de una sensualidad y un colorido intenso y saturado. Flores, naturalezas muertas con caracoles, y paisajes imaginados como un sueño psicodélico. En el límite entre la figuración y la abstracción, el trazo expresionista invade la intensidad de sus imágenes. Me la imagino llorando cuando pinta, porque me la imagino feliz cuando habita esa zona atemporal y privada del mundo del arte. Y una vez más, a pesar de los anuncios apocalípticos de la muerte de la pintura, de la irrupción de la virtualidad y las tendencias inmateriales, percibo que la historia es circular y que las profecías deterministas no siempre se cumplen. Porque Amoedo pertenece a una generación, los nacidos a mediados del ´70, que descubrieron, casi asombrados, el inefable placer de pintar todos los días.
POR LAURA BATKIS