Nº 17 – Octubre 2001. Buenos Aires.
Durante la década del ´90 en la Argentina se produjeron una serie de discusiones que intentaron clasificar los rasgos característicos del arte de fin de siglo. El debate teórico propagó su voracidad discursiva en numerosos artículos y publicaciones donde se intentó patentar la marca de este “arte nuevo”.
La posibilidad de plantear una estética menemista es insistir en esa manía prontuarial que intenta investigar las posibles relaciones entre las preferencias sexuales, religiosas o políticas y la producción artística. Como si el nombre fuera la garantía de la existencia, fuimos testigos de la súbita aparición de un arte gay, arte de mujeres, y otros calificativos que intentaron delimitar, estudiar, y disecar el arte para convertirlo en un producto congelado. Nombre, etiqueta, marca, lista de componentes y al freezer. Con fecha de vencimiento y libro consagratorio incluido. Se habla de los ´90 como algo que “ya pasó”. En el momento en que algunos de ellos recién empezaron a encontrar una imagen propia, ya fueron premiados, aplaudidos, y rápidamente consumidos. Es como si la avidez del mercado y del coleccionismo se hubiera indigestado.
Consagrar a un artista, usarlo y tirarlo a la basura de la indiferencia y el olvido es una forma de corrupción: ahogar, antes de que nazca, todo intento de generar un discurso propio. Y esa modalidad, que incluye al menemismo, no se separa del estado de timba generalizada en el que se juega el destino de los argentinos desde hace ya varias décadas.
Creo que la mayor parte de los artistas que fueron protagonistas en aquellos años, trabajaron a partir de la memoria personal, trazando, tal vez sin saberlo, una estrategia de supervivencia que les permitió eludir el malestar del entorno. La intimidad del afecto, los recuerdos personales y ese no poder ver más allá de un metro de distancia, -ratificando la frase pronunciada por Marcelo Pombo en una conferencia en la que participó en la Fundación Banco Patricios- fue la manifestación más honesta de una resistencia pacífica, trazando el perímetro de un hogar en el que solamente se podía confiar en el sentimiento de la amistad como la única base sólida de un terreno firme. Los artistas de aquella década reubicaron el arte lejos del soborno del intelectualismo hueco, y más cerca de la vida, intuyendo, tal vez, que lo personal también es político. Como cuando Feliciano Centurión nos decía, en aquella última muestra suya en el ICI, que “El amor es el único camino”, transformando la rutina insoportable de lo inmediato en un proceso alquímico del barro convertido en oro, un acto estético que les permitió, a todos ellos, trascender el inevitable desamparo de aquel fin de milenio.
POR LAURA BATKIS