Buenos Aires, 3 de Marzo de 1992.
Cuando el 12 de octubre de 1492 Cristóbal Colón desembarca en alguna de las islas Bahamas, abre el camino que conduciría a la empresa más ambiciosa en la historia de la humanidad: la colisión de dos culturas y el cambio en la composición étnica de dos continentes.
Ante la llegada inminente del Quinto Centenario, la interpretación del descubrimiento de América suscita una polémica que genera adhesiones o rechazos. Desde el carácter celebratorio del “encuentro de dos mundos” hasta la conmemoración del “duelo” por el genocidio aborigen. 1992 es un año propicio para reflexionar sobre los acontecimientos que rodean a este aniversario. En el ámbito internacional, la circulación del arte en los últimos años se ve afectada por un fenómeno nuevo: la proliferación de exhibiciones de arte latinoamericano en museos e instituciones de Europa y Estados Unidos. Tal como ocurriera con la literatura en los años sesenta, se habla de un boom del arte latinoamericano, cuyo impacto llega a los confines del mercado del arte con el alza de precios registrada por las casas de subastas. Si boom es “fomentar algo muy enérgicamente”, también tiene la acepción peyorativa de “onomatopeya que significa estallido, pero el tiempo le ha agregado el sentido de falsedad, de erupción que sale de la nada, contiene poco y deja menos”. Para que toda esta agitación en torno del Quinto Centenario deje algo más que ruido, sería bueno redefinir – desde el campo del pensamiento crítico y de la práctica del arte – categorías adecuadas para analizar los procesos artísticos dentro de sus propios términos, y tratando de evitar los dogmatismos de la mirada. En este sentido, la exposición colectiva “La Conquista” (Centro Cultural Recoleta, hasta el 15 de marzo) es un intento de aproximación válido hacia este conflictivo tema. La única estrategia de enfoque en la concepción de la muestra es señalar un aspecto preciso del descubrimiento, la adquisición de algo –América, nada menos– por la fuerza de las armas. A partir de allí, las respuestas de los 40 artistas participantes son variadas, no habiendo una tendencia artística unificadora. Sin duda que este es uno de los aspectos más interesantes de esta exhibición, ya que es sintomático de la pluralidad lingüística que caracteriza a nuestra época. En algunos trabajos la clave es predominantemente pictórica, más allá de anuncios apocalípticos sobre la muerte de la pintura. Tal es el caso de Marcia Schvartz, que se aparta del realismo incisivo de su anterior período para centrarse en una figuración plana, que revela la conquista erótica de América, con la sensualidad idealizada de sus mujeres morenas. El neoexpresionismo de Duilio Pierri se ve realzado por la sugerencia de los textos célticos que acompañan sus obras. La alusión al paisaje americano es abordada en la proyección romántica sobre la naturaleza de las pinturas de Juan Astica, que recuerdan lo “real maravilloso” del cubano A. Carpentier; y en los signos caligráficos de Eduardo Stupía, que se despliegan como un manuscrito antiguo que hay que descifrar.
Entre las propuestas con simbolizaciones arcaicas referidas a lo antropológico, Alfredo Portillos y Anahí Cáceres plantean una actitud crítica de resistencia mediante el rescate de la memoria colectiva de un ritual precolombino. Tanto las máscaras y objetos del museo imaginario de Oscar Smoje como la instalación de Juan Manuel Lima citan el primitivismo de culturas ancestrales. En al altar de José Garófalo y Daniel Ontiveros la iconografía popular americana se mezcla libremente con ciertos rasgos de tradición cuzqueña.
Metáforas del poder y la violencia, las esculturas de Norberto Gómez y Alberto Heredia se imponen por su fuerza expresiva.
Muy cercanos a la estética del kitsh –con olor a Italpark como las artesanías fabricadas para los turistas– están los artefactos de Omar Schiliro, armados con ensaladeras de plástico y bolitas de colores; las pinturas de Gumier Maier y los trajes carnavalescos de José Luis Gestro y Osvaldo Quintero.
En fotografía se destaca la ambientación de Alejandro Kuropatwa, que en un clima de refinada austeridad expone su personal mirada de la Puna, que abarca desde imágenes del norte argentino hasta sus características calas.
Gabriel González Suárez se adhiere a la neutralizada visión de lo mínimo, así como el interesante trabajo de Daniel García que, con una asepsia inquietante, encara la conquista como pérdida de la propia imagen, tema vigente hoy en día.
Uno de los aciertos de esta exposición es la instalación inteligente de Marcelo Pombo. A partir de la iconografía de los mass media –la publicidad de una marca de arroz–, Pombo realiza una operación analítica, donde la precisión de una idea es llevada hasta sus últimas consecuencias para formular un discurso irónico sobre la fascinación del mercado y el descubrimiento de América como un negocio.
“La Conquista” es una gama abierta de posibilidades donde cada artista, tal vez sin saberlo, fue diseñando los contornos de una identidad cultural que no se adquiere voluntariamente ni en la Puna ni en el supermercado, sino que se va esbozando en el transcurso de la historia.
Completan la exposición Jorge Abecasis, Elba Bairon, Sergio Bazán, Tulio de Sagastizábal, Omar Estela, Guadalupe Fernández, Roberto Fernández, Luis Freisztav, Diego Fontanet, Mariela Govea, Varinia Grüner, Eduardo Iglesias Brickles, Martín Kovensky, Marcos López, Liliana Maresca, Adriana Miranda, Pablo Páez, Jorge Pistochi, Juan Pablo Renzi y María Inés Tapia Vera. (“La Conquista, 500 años x 400 artistas”; en el Centro Cultural Recoleta, Junín 1930, hasta el 15 de marzo.)
POR LAURA BATKIS