Dibujar es pensar – Pablo Suárez

Galería Roldan Moderno, Buenos Aires. 23 de noviembre al 23 de diciembre 2020.

Dibujar es pensar. Caminar por las playas de Colonia y pensar. Recorrer la reserva ecológica imaginando obras.  Leer el diario muy temprano en la mañana en un bar y sacar ideas para obras. Leer y releer sus escritores favoritos para dilucidar la estructura narrativa, el sutil enhebrado de cada palabra para intentar traducir en imágenes esa manera de contar que admiraba en Perlongher, Lezama Lima, T.S Eliot, Puig,  Shakespeare, J. D Salinger o Gabriel Celaya.    Suárez pensaba en arte. Un modo peculiar en que algunas personas viven con absoluta coherencia -aún en sus continuos cambios en su modo de ver las cosas-, entre lo que piensan, dicen y hacen. Y en ese vivir pensando había un cambio de lugar cuando se ponía a trabajar. Sucedía cuando aparecía una idea de un conjunto de trabajos que podía mantenerlo entusiasmado durante una larga temporada. Ingresaba en la soledad de su taller y se metía en su morada sagrada. Un lugar del que tanto hablaba Suárez, esa otra realidad, parecida a la real, pero más moldeable. Donde sus recuerdos, amores y obsesiones permanecían intactos al paso del tiempo. Brillaban con el fulgor resplandeciente de los recuerdos. Esos en los que uno se regocija y desea permanecer para siempre en esa especie de nirvana personal.

Dibujar era para él algo natural, como escribir. Todos los grandes artistas han sido eximios dibujantes. Admiraba los dibujos de Miguel Ángel especialmente los desnudos y las espaldas de sus figuras. Sabemos que Suárez era pintor, escultor, artista realista, conceptual, escritor (hay textos dispersos de sus pensamientos en cada papel que llegaba a sus manos) y un gran orador. Y también sabemos que es inclasificable porque es tal la cantidad de períodos en sus obras que no se lo puede colocar en una década. Porque está en todas las que vivió. Ni tampoco es ubicable en un estilo. Un poco como Berni o Picasso, Suárez cambiaba cuando sentía que un lenguaje estaba agotado. Pero años después podía volver y apropiarse de su propia obra si tenía esa carga de sentido de la que tanto hablaba.  Cambiaba el tono del discurso, como si su estrategia fuera siempre entrar y salir, tomando distancia para fortalecerse y volver. Por eso el tono declamatorio y la denuncia violenta siempre alterna con dibujos y pinturas intimistas  que él mismo llamaba “el pequeño tema”. Las naturalezas muertas, el plato de comida en un restaurante de la calle Corrientes y las papas sobre una mesada. Obras quietas de una belleza metafísica que reclaman silencio. 

Suárez es de esos artistas que pueden enloquecernos a los historiadores de arte para fechar o conocer el título exacto de sus obras. Jamás las fechaba, los títulos estaban en su cabeza y a veces hacía listados en una servilleta o en el revés de una invitación con esos títulos. Supongo que, por alguna idea perversa de no brindar todos los datos, le impedía colocar todo eso en el revés de un cuadro o hacer fichas precisas para poder identificar su producción. De manera que podría decirles a los espectadores que duden. Nada hay nada muy cierto ni veraz en ninguna de las obras que no hayan sido referenciadas en vida del artista en algún catálogo de una muestra. Los paisajes del 70 reaparecen en los 90 y en cualquier momento. Nuestra manía clasificatoria de encasillar la producción de un artista, la cantidad de obras o cualquier otro registro curatorial se cae a pedazos cuando nos metemos en el mundo Suárez. Hay que confiar en la imagen, que era para él el único documento válido. 

Sin embargo, los temas son siempre los mismos. Podemos encontrar sus intereses bajo la máscara de un formato diferente. Tal vez el punto inicial de casi todo sean los desnudos. Cargados de erotismo cuando aparecen de espalda, en cuerpos apolíneos de esos adolescentes que están justo en el límite entre la niñez y la adultez. El momento exacto, diría Suárez. Es el Suárez clásico que toma la ¨academia¨, un croquis sobre la figura del cuerpo humano dentro del género del desnudo artístico que fuera una de las bases del dibujo académico del siglo XIX. No soportaba pintar con gente, pero siempre partía de modelos mentales, situaciones imaginarias y afectos cercanos.  Acudía a las sensaciones corporales y visuales de su memoria. Esas sensaciones visuales podían provenir incluso de su infancia, y entrar a ese lugar le permitía recurrir a una enorme cantidad de escenas privadas. En otras ocasiones los desnudos masculinos parodian con humor el narcisismo y un tipo de exposición pública   que el artista señalaba de manera crítica. La ambivalencia del humor le permitía establecer un juicio sobre la realidad comentada de manera oblicua, con una fuerza regeneradora que provoca en el espectador una reflexión profunda y dramática sobre aquello que en un primer momento le resultaba cómico. Es el caso del personaje arrodillado en cuatro patas como en su escultura “Ante todo cuida la ropa”, sus “fast food” o “sanguchongos”, tomando sol con el bronceador Hawaian Tropic como su única prenda de verano.  Solía llamarle los seres pequeños, en contraposición de aquellos que vivían aceptando un destino heroico. A veces el desnudo femenino adquiere esa mirada parodial en sus cabareteras y las insaciables muñecas bravas, parientes de su icónica escultura “Oralidad”, esa mujer voraz semidesnuda, con una banana en una mano y un cigarrillo en la otra. 

En su altar de héroes anónimos están siempre los boxeadores. El que boxea contra la propia sombra, o el que yace derrotado en un ring solitario y sin rival en “El enemigo invisible”. Son parte de la iconografía del artista que describe el universo lateral de las vidas silenciosas que no aparecen en la televisión ni son noticia en los periódicos. La inmensa mayoría que mansamente acepta realizar los esfuerzos más miserables para sobrevivir. 

Con ese mismo tono de admiración y ternura están los perros. Pablo amaba a los perros. Durante años se lo vio circular al lado de su perra Sombra. Una perra policía a quien dibujaba como parte de su mundo afectivo, así como les rendía continuos homenajes a los perros abandonados. Es el caso de “Sentimental” la escultura realista de un perro de la calle, en una caja de cartón con una poesía de Baudelaire. O los perros enjaulados y prisioneros de la ciudad, que se contentan con un hueso sin ni siquiera advertir su encierro.  

En su faceta de romanticismo exacerbado, Suarez se compadece y padece el dolor de lo que no tiene nombre y lo dibuja con trazos expresionistas y veloces a manera de mensaje urgente.  Un hombre anónimo muerto en la calle, NN, asesinado, tirado, que es otro de esos seres del universo Suárez que se caen del mundo en ese escaso margen que los deja afuera del sistema.  

Pablo solía retratarse. Casi todos sus personajes tienen algo de su rostro. Reconocemos su nariz, su boca y esa especie de mueca constante en sus labios.  Sus autorretratos iban denotando sus cambios de estilo y el paso del tiempo. Joven, bello, maduro, grande.

 A un hombre que transmitía pasión y que podía ser derribado por la suavidad de la piel nueva y el flechazo de un amor no correspondido, la posibilidad de envejecer físicamente le resultaba extraña, cruel y ajena. Un día, cuando no se reconoció, hizo una escultura que tituló “Ese que me mira en el espejo”. 

Por alguna razón, el destino se encargó de que Pablo se fuera así, en el momento justo de su madurez intacta, sin atisbos de derrumbe, con su pelo blanco brillante contrastando con la tonicidad de su cuerpo al sol, antes de ser viejo. 

POR LAURA BATKIS