Analía Segal

ICI. Centro Cultural de España (Buenos Aires). Octubre 2001, Nº 176.

En el Centro Cultural de España (ICI) se puede visitar la exposición de Analía Segal. Nacida en Rosario, Argentina en 1967, se radica en Buenos Aires once años después. A partir de entonces comienza su ecléctica formación que la llevará a desarrollar simultáneamente su carrera artística y el oficio de diseñadora. Mientras trabajaba como asistente en el estudio del escultor Jorge Michel, comenzó su carrera de diseño gráfico en la Universidad de Buenos Aires. En 1989 partió rumbo a Florencia y Pietrasanta, por intermedio de una beca que le otorgara el Cleveland Institute of Art. Durante el año transcurrido en Italia, fue perfilando su alianza con la escultura, aprendiendo a manipular el mármol, la madera y la fundición en bronce. En Buenos Aires, integró el primer grupo de becarios del Taller de Barracas, auspiciado por la Fundación Antorchas bajo la supervisión de Luis Benedit y Pablo Suárez. En 1999 se fue a realizar su maestría en la Universidad de Nueva York. Desde entonces, está radicada en Estados Unidos.

El cambio de país fue fundamental en su proceso creativo. A partir de la sensación producida en esas pequeñísimas viviendas de Manhattan, con la mudanza continua de sus habitantes, surgió la posibilidad de transformar esa vivencia de la claustrofobia en un hecho material. Entonces comenzó a agujerear las paredes. Casi sin saberlo, sería la clave de su producción artística actual: las intervenciones en los muros.

En tanto trabaja a partir del espacio asignado, se trata de un “site related”, dado que las especulaciones en torno a la posibilidad de transformación surgen en absoluta relación con el tipo de pared del sitio en el que la artista crea en cada momento. Por lo tanto, el espacio arquitectónico es fundamental en el desarrollo de toda la instalación. Antes de venir a la Argentina para esta muestra que hoy presenta en el ICI, exhibió Aldous, una instalación en el Islip Art Museum de Long Island. En aquella oportunidad se enfrentó con un lugar que había funcionado como casa de carruajes. Por lo tanto, el desafío era dialogar con la pregnancia de un muro hecho con listones de madera. Así es como fue colocando sus pequeños objetos alterando la morfología del lugar, que ahora se leía como un pentagrama musical. De manera similar, Roman expuesta en la galería de la New York University, la enfrentó con un sitio bastante particular: el ángulo de una pared.

Lo que para otros es una dificultad, para Segal es justamente el incentivo para ejecutar sus instalaciones.

Para esta muestra del ICI en Buenos Aires, la artista elaboró un proyecto que fue armando durante su estadía para el montaje de la instalación. La obra consiste en la intervención sobre las paredes de unas pequeñas formas que ella elabora previamente. Cada pieza, separadamente, es como una miniatura en yeso pulido que tiene el aspecto de una joya de porcelana. Las formas son siempre orgánicas, como objetos de deseo que aluden a orificios corporales, chorreados, granos y protuberancias. La organicidad le permite armar un juego libre de interpretaciones por parte del espectador, y evitar remitirse al hermetismo de lo geométrico. Todos los elementos tienen el potencial de la transformación, no solamente por la forma, sino también por el cambiante contenido que adquieren al ser resignificados en distintos espacios. En este caso hay dos situaciones. Por un lado la composición al ubicar las piezas en conjuntos, que al verlos dan la sensación de erupción, como si de pronto la pared se hubiera visto atacada por una enfermedad alérgica. 

La acumulación cede paso a un elemento aislado que abarca todo el marco de una pared. Así, la lectura va pasando por zonas en las que el exceso de información transforma el entorno en una pesadilla, alternando con la pausa del silencio. La estrategia consiste en no alterar el espacio preexistente. Para ello, Segal trabaja cuidadosamente cada pieza, pintándola del mismo color que la pared en donde es colocada, para no cambiar el aspecto reconocible de la sala. 

En un diagrama, ubicado en la entrada de la galería, una especie de diccionario nos señala los nombres de cada una de las formas: Aldous, Henry, Anaïs, Gal, Eves y Vaune, entre otros. De este modo, la obra adquiere una mayor ambigüedad significativa. Nombres propios, de personas, películas, amigos o lecturas que pertenecen al mundo privado de la artista. Entonces, esas piezas insertadas en la pared cobran otra dimensión, como si el nombre fuera la garantía de la existencia de las mismas. Un léxico personal que parece un intento de racionalizar lo inefable.

Como una cápsula de ciencia ficción, el espacio se ve poblado por microorganismos que alteran la percepción del lugar. Y, a la vez, le dan a toda la galería una sensualidad rara y provocativa, convirtiendo las paredes en superficies de placer.

POR LAURA BATKIS