Colección Bruzzone

Coleccionar para vivir

Coleccionar para vivir, en “Colección Bruzzone. Episodio I”, Roldan. Publicado en el marco de la Subasta Colección Bruzzone, Buenos Aires, 29 de junio al 5 de julio de 2023.

La colección Bruzzone que se presenta en esta subasta es el recorte de un período preciso del arte argentino. Es una parte de los años 90 con la que Gustavo se ligó afectivamente y que eligió para armar su colección. Son los 90 del Centro Cultural Ricardo Rojas y sus derivaciones laterales como el Taller de Barracas y los artistas neogeométricos como Pablo Siquier y Gachi Hasper. El guion curatorial está muy ligado al Tao de Gumier, a cuyas clases asistió en un curso que el artista daba en el 96.

Recordemos que para el curador que estuvo a cargo del Rojas entre 1989 y 1996, el criterio de selección fue intuitivo. Por primera vez, al elegir los artistas, en la convocatoria de carpetas, Gumier no le daba mayor importancia al currículum ni a los premios, tampoco a la edad y mucho menos a la educación sistemática en Instituciones de Arte. Solo miraba la obra y le daba absoluta relevancia a lo que se manifiesta, independientemente de soportes teóricos discursivos. Recordemos que veníamos de una etapa de protagonismo de la pintura, un retorno al objeto-cuadro con la incipiente internacionalización del arte hegemónico de la Transvanguardia. En este contexto, el modelo Gumier —que en parte toma Bruzzone— fue un cambio radical que hizo surgir artistas de los que no había un discurso ya avalado por la historia porque planteaban una poética diferente y nueva.

En su libro El Tao de la Física, Fritjof Capra señala: “Lo que nosotros vemos u oímos, no son nunca los fenómenos en sí. A medida que penetramos más profundamente en la naturaleza, tenemos que abandonar cada vez más las imágenes y los conceptos de nuestro lenguaje”. Tomando prestado el concepto de este autor, en el catálogo de la muestra El Tao del Arte (1997, CC Rojas) Gumier explicita este modelo curatorial: “Tao es el camino. Es también el modo. Y lo relativo como absoluto. He aquí el vórtice de aquel modelo curatorial doméstico, esa coartada de coleccionista pobre y antojadizo, mi Tao. Una deriva por la que me condujeron los cantos de sirena de estos artistas”.

En el contexto de esta subasta es clave la obra de Pablo Suárez Trementina. El Duende da a su pintura la fluidez necesaria. Es de 1988, y con su característico tono parodial, nos brinda un comentario irónico sobre el chorreado neoexpresionista que se exhibía en las muestras de la escena plástica de los 80. Y, de algún modo, clausura una etapa para darle cabida a una década en la que él sería un protagonista indiscutible. No solo por sus muestras con el trío Harte-Pombo-Suárez, sino también como el maestro que nucleaba, junto con Roberto Jacoby, a esta nueva generación.

Mucho se ha escrito sobre esta década y mi intención es focalizarme en esta subasta. Pero, a modo introductorio, es necesario recordar algunos ejes que también son parte de esta colección. Hace 30 años era impensable que este tipo de obras tuvieran valor en el mercado del arte y desataron peleas y discusiones teóricas desde diferentes medios críticos. La “estética del Rojas” generó querellas de posturas maniqueas que defendían o combatían abiertamente esta nueva línea. Se acuñaron términos como arte light para referirse a la levedad de estas producciones, y otros más peyorativos como arte rosa (maricón, gay) y guarango (grosero), para apuntar a estas producciones que se oponen al arte “verdadero” cargado de intencionalidad ideológica. El rasgo más definitorio de esta corriente es un cambio en la idea hegemónica del gusto y lo bello. A la luz de la teoría actual del arte, podemos pensar que los 90 fueron los primeros indicios de un arte Queer, donde lo “raro” era incluir en primer plano lo que históricamente era considerado banal y cursi. Sin embargo, bajo la apariencia del tono festivo generalizado, hay un
trasfondo conceptual que se aparta de la frialdad minimalista característica del arte de ideas, inaugurando el conceptualismo queer que anticipa muy tempranamente el arte actual del siglo XXI.

A partir de este postulado, se reitera el uso de materiales de consumo popular como etiquetas de marcas de perfumes, canutillos, la revalorización de lo artesanal, lo ornamental, figuritas infantiles y objetos de uso doméstico comprados en ferreterías y bazares del Microcentro y del barrio de Once como palanganas de plástico. Estos objetos fueron modelados por Kiwi Sainz en una foto de Alejandro Kuropatwa donde ella está vestida con obras de Omar Schiliro posando junto a Roberto Jacoby. La revalorización de lo ornamental también incluyó la bijouterie en Schiliro, el tejido de Román Vitali y las
ambientaciones de Sergio De Loof. Este último marcó el tono de esta época con un nuevo concepto del lujo en El Dorado, la discoteca que mezcló el glam con la contracultura y que fue pionera en contratar drag queens, como la mítica Sir James.

Gumier Maier ironiza sobre estilos históricos patriarcales del arte abstracto, como la Bauhaus, el arte concreto y Madi argentino y el repertorio decorativo que va del Barroco al Rococó. Cambia el canon de ese sincretismo estilístico con el color. Una paleta de sus recuerdos infantiles como el mantel de plástico (lavable) Plavinil, los colores de los pasteles en la panadería de su abuelo – las tortas de chocolate y frambuesa- y tonos populares muy locales, como la gama lila-amarillo-verde de la flora típica del campo
argentino; el rosa de la goma de mascar, el celeste de los caramelos masticables o la estridencia de los envoltorios de papel de regalo. Registraba todo un repertorio durante sus recorridos por zapaterías, bazares, cafeterías y otros negocios populares de su barrio.

Varios artistas de esta muestra citan estilos históricos alterando su matriz original. Comentan con humor las ventajas de estar al margen de las estrategias tardomodernas centrales en la historiografía Occidental. En este sentido podemos aproximarnos a los paquetes de Fabio Kacero como si fueran trabajos de un minimalista de la periferia, con las líneas desparejas pintadas manualmente. Es una maniobra de un equilibrio perfecto donde la experiencia estética se asienta en ese falseamiento que provoca ambigüedad.
Como si todo el arte conceptual fuera puesto en duda tratando de resolver el acertijo absurdamente genial de citar a Tosa Mitsunori – un pintor japonés del período Edo- en el acolchado de esta exposición.

En este contexto se ubicaría el surrealismo psicodélico de Marcelo Alzetta, los cuadros cinéticos de nostalgia amarronada de Sergio Avello, la soledad de la ruta de Agustín Inchausti y la galle preferida de Martín Di Paola.

Es interesante el modo en que Gachi Hasper comenta de manera distanciada los elementos que rodean la vida privada como los anafes de una cocina, usando la matriz de la abstracción y la potencia cromática de vibraciones tonales.

Marcelo Pombo es un alquimista. Tiene el don de transformar la miseria en lujo en un proceso alquímico del barro convertido en oro, en un acto estético que permite trascender el desamparo existencial mediante el arte. En su Banquito, se imaginaba un Jackson Pollock del subdesarrollo haciendo un dripping a la medida del departamento en el que vivía en San Telmo. También imaginó convertir unas ventanas rotas en la escuela de San Francisco Solano (donde daba clases de arte a niños con capacidades
diferentes) en un vitral con bolsas de residuos de nylon. La precariedad de una acción concreta para protegerse del frío es la base para realizar una de las obras más notables del arte argentino – Vitreaux de San Francisco Solano – que se asienta conceptualmente en su frase “No más que un metro”, pronunciada por el artista en una conferencia en la Fundación Banco Patricios. Frente a los discursos de otros modos de arte político, él exponía su praxis social de lo privado con la metáfora del metro de distancia como límite de su posibilidad de accionar.

En esa precariedad del material, pero con una sofisticación exquisita, está la obra de huevo y fórmica de Miguel Harte Lloro por ti como podría hacerlo esa piedra. Junto a este trabajo, Bruzzone expone obras de los inicios de Harte de finales de los años 80, más ligados a la estética de Suárez, como el díptico San Jorge Carioca y la Ydishe Mame. También están las primeras obras de Beto de Volder del momento en que trabajaba como asistente de Suárez y le rinde homenaje con La oreja de Suárez y En la reserva, en
alusión a la reserva ecológica que su maestro solía frecuentar, por entonces un lugar de encuentro gay.

Hay una línea de artistas que trabajaron a partir de la memoria personal y la intimidad del afecto, como Feliciano Centurión. Evoca los rituales domésticos de su infancia en Paraguay con la función protectora de sus frazadas. Coloca en primer plano la subjetividad y la emoción en sus declaraciones: Celebro la vida; Tu mirada me acompaña; Soy una fruta madura en la naturaleza viva. Postula que lo personal es político y muy anticipadamente legitima la esfera de lo privado, una manifestación actual de la subjetividad personal en el debate del arte contemporáneo.

La comunicación cálida que encontramos en Feliciano también es propia de los trabajos de Ariadna Pastorini En el límite entre el diseño de indumentaria y el arte objetual sus obras son manifestaciones de arte blando.

La Torta de Cristina Schiavi, tiene una historia que se aparta un poco del resto de las producciones. Con la aparente inocencia de los juguetes de peluche con la que está construida, remite a la militancia de la artista y les rinde un homenaje a sus compañeros desaparecidos. El libro con porcelana de Alicia Herrero anticipa sus piezas de colección y la reflexión sobre el precio y el valor en el mercado de arte.

En 1995 algunas muestras antológicas empiezan a vincular los años 60 con los 90 como la del Banco Patricios 90-60-90 (1994). En clara alusión al malentendido generacional y a la asimilación facilista de ambos contextos, Rosana Fuentes realiza una obra paradigmática, Los 60 no son los 90, donde relaciona camisetas infantiles de color rojo con la imagen del Che Guevara, en contraposición con el rosa para estampar la imagen de Carlos Menem.

El Altar de Liliana Maresca es un mojón, un memento mori, como se le llamaba en el Barroco a las obras que estaban para recordar la fugacidad de la vida. Ella está directamente asociada al inicio de los años 90 y el Rojas; y, por lo tanto, a esta colección. La galería del Rojas inauguró el 13 de julio de 1989 con una muestra de Maresca llamada Lo que el viento se llevó, una instalación compuesta por esqueletos
corroídos de sillas y sombrillas de una hostería abandonada del río Paraná y una performance de Batato Barea. Tanto el Altar como la muestra inaugural del Rojas están registrados en la película Frenesí, filmada como video-catálogo por Adriana Miranda en ocasión de la retrospectiva Maresca, curada por Gumier Maier, realizada en el C.C. Recoleta en 1994

Cuando pienso en las esculturas de Martín Di Girolamo siempre me impacta el perfecto equilibrio entre el clasicismo de sus figuras y la contundencia siempre actual del contenido. Iniciados los 90, Martín exponía en los suburbios del under porteño, en discotecas como Ave Porco. Hoy es muy raro pensar que esas figuras tomadas de revistas pornográficas resultaban un poco escandalosas. Lo más interesante es que, con una técnica absolutamente clásica, Di Girolamo empezaba a pensar sobre la sobreexposición del cuerpo y la prostitución a la carta tan afín a esa década. Un poco como en Ante todo cuidá la ropa, de Pablo Suárez, donde un hombre chongo arrodillado en cuatro patas y desnudo se preocupa más por limpiar su ropa que por su integridad. Cuando Di Girolamo hace su muestra Se los ve bien buenos en el Rojas, Suárez y Pombo escriben este texto en el catálogo: “Martín es sincero cuando usa esa academia artística y subdesarrollada con las que pinta las diosas standard con una técnica publicitaria y fría de cartel de Lavalle, extraño, vulgar y personal al mismo tiempo. El Kitsch se dilata con la irrupción de este chongo”.

Sebastián Gordín ocupa en la colección Bruzzone un lugar especial. Gustavo tuvo durante mucho tiempo un cuarto dedicado a este artista, donde va a estar ahora su hijo Fermín. El universo Gordín son los años 30, el cine de terror de Boris Karloff, la utopía de la Unión Soviética, la Argentina del progreso, las series televisivas en las que el enemigo estaba definido por camaradas de la KGB, y agentes comunistas que traían el mal desde los países del Este. Hacia fines de los años 80 Gordín integró el colectivo Mariscos en tu calipso, junto a Emiliano Miliyo, Esteban Pagés , Máximo Lutz y Carlos Subosky. Hay una obra que subraya un rasgo de esta generación, es el Instituto Oceanográfico Miguel Harte. En muchas obras de los 90, los artistas se hacen homenajes unos a otros, así como el Gordiplan hártico de Miguel Harte está dedicado a su amigo Gordín. Y en las obras de Benito Laren de esta muestra el artista cita a Ariadna
Pastorini y Omar Shiliro.

En esa década el paisaje urbano se modifica y Dino Bruzzone deja rastros de lugares que fueron parte de la vida cotidiana y que dejaban de existir, como el Italpark.

Los artistas de los 90 fueron trazando el perímetro de un hogar, confiando en el sentimiento de la amistad como la base sólida de un terreno firme. La amistad, el afecto, estar en grupo y acompañarse, discutir después de una muestra en la casa de Gustavo Bruzzone —que nos invitaba a cenar siempre con pizza y empanadas— era parte de una escena cotidiana que se repetía en cada muestra: seguir discutiendo en el restaurante El Navegante hasta la madrugada y reírnos muchísimo. Los 90 fueron el último movimiento de arte argentino en el sentido de un conjunto compacto, de una estética, una teoría y un modo de ver el arte y el mundo. Fue un momento analógico, antes de las redes sociales, donde las batallas y las celebraciones se libraban cara a cara. Tal vez, el nuevo interés del coleccionismo por esta década tenga que ver con la posibilidad de tener algo de ese fervor, de tratar de atrapar el deseo en una obra para conservar la pasión intacta.

Hay dos series fotográficas que marcan el espíritu de esta época. Algunos de los Retratos del mundo del Arte de Alberto Goldenstein fueron tomados para su muestra en 1993 en el Rojas.10 Son fotos color tomadas con un rollo común, procesadas en un laboratorio comercial y sin ningún tipo de manipulación de la imagen. Sin siquiera imaginarse que estos artistas y curadores serían parte de la historia del arte, Alberto los inmortalizó para la posteridad de la historiografía vernácula. Lo interesante es la escenografía donde fueron tomadas algunas fotos. Goldenstein preparaba la escena donde citaba a su protagonista, y el lugar se relacionaba con aspectos del retratado: Feliciano Centurión, grandilocuente como un Baco caravaggesco en la atmósfera decadente de la confitería El Molino; y la icónica foto de Marcelo Pombo en la perfumería Ivonne de Corrientes y Callao, posando con una camisa hawaiana delante de una vidriera repleta de frascos de shampoo, quitaesmaltes y otros accesorios de la cosmetología popular como telón de fondo.

La otra serie de fotos es la de Marcos López. Con una retórica parodial, esta serie es parte de su Pop Latino y fue exhibida en la fotogalería del Rojas ( Muestra Doble Discurso, 1997) cuando Goldenstein era el curador. En esa ocasión Bruzzone compró la muestra entera y fue la primera vez que López vendía sus obras. Tal vez ningún artista haya transmitido con más fuerza la sensación festiva de cartón pintado de eso que hoy llamamos “careta” o fake. Los colores, en esta serie, están sobresaturados con una
crudeza de alto impacto que muestra el carnaval de la banalidad de manera contundente. En su Manifiesto sobre el Pop Latino, Marcos López escribe: “Tiene que ver con la tradición cultural de nuestros países que siempre trataron de pensar que lo que se hacía afuera era mejor. Yo copio el Pop Art, pero lo copio mal. Es como buscar un nuevo folk donde estén los estereotipos de la patria redefinidos por un color que plasme el sentimiento de una Argentina del shopping center, de las cirugías plásticas, pero con
dos millones de desocupados. Un color muy fuerte y estridente, pero, a la vez, muy berreta”.

Entre las pocas obras conceptuales de la colección Bruzzone, está la tarjeta postal de Edgardo Vigo dirigida a Pablo Suárez. Y el Violín de Claudia Fontes. El arte correo (o mail art) fue una estrategia que en Latinoamérica se usó para difundir información evitando la censura de regímenes dictatoriales. Vigo es uno de sus principales representantes en nuestro país junto a Eugenio Dittborn en Chile. El Violín de Fontes fue expuesto en una muestra realizada en el ICI13 (Instituto de Cooperación Iberoamericana) en 1995, época en que ella asistía al Taller de Barracas 14liderado por Luis F. Benedit y Pablo Suárez. Fue
tallado manualmente por la artista y exhibido en un conjunto que giraba sobre la idea
de la tragedia y la fatalidad.

Alfredo Londaibere es uno de los artistas más respetados de su generación. Fue un gran docente y sucedió a Gumier en la dirección del Rojas. Don Fulgencio es un trabajo de sus inicios, con personajes del comic y están sus típicas obras sobre madera de cajones de fruta, pintados con reminiscencias orientales y un interés muy declarado por el artista de ser un pintor bello y decorativo.

Como decía Gumier: “La belleza es una fuerza poderosa” y tal vez, sea el impacto más duradero que tiene una obra para seguir teniendo carga de sentido y permanecer, para siempre, en la mirada del espectador.

POR LAURA BATKIS