Prólogo de la muestra colectiva de becarios del ‘Taller de Barracas’ Carlota Beltrame, Silvana Costantino, Beto De Volder, Leandro Erlich, Gabriel Ezquerra, Claudia Fontes, Mónica Giron, Patricia Landen, Laura Rippa y Analía Segal. Galería Ruth Benzacar, Buenos Aires, del 16 de noviembre al 17 de diciembre de 1994. Año XXIX, exposición N° 5
La idea del Taller de Barracas comienza a gestarse hace dos años, cuando la Fundación Antorchas decide apoyar la creación de una escuela de capacitación para escultores. La opción por este medio resulta del hecho de que los artistas que trabajan en el ámbito del arte objetual, las instalaciones y la escultura han sido por lo general los más relegados en el ámbito de las artes visuales. Las causas se deben a los inconvenientes técnicos para llevar a cabo sus trabajos, sumado a la falta de un mercado apropiado dada la dificultad de comercialización de este tipo de productos. Luego de estudiar experiencias similares realizadas en el exterior, y teniendo en cuenta las necesidades de los artistas locales, se llegó a la conclusión que la manera más adecuada de optimizar el rendimiento de la creación artística era proporcionando un lugar físico para trabajar, equipado con herramientas e instrumental apropiado y proveer apoyo teórico con docentes especializados. El taller tendrá una duración de dos años, y se decidió que el aporte económico de la Fundación es para subvencionar proyectos, esto es, aportes con una finalidad específica que permita obtener resultados tangibles en plazos razonablemente cortos. Por lo tanto, los becarios no reciben un sueldo fijo, ni tampoco se les solventan costos administrativos, sino que se les facilitan los medios financieros para que puedan ejecutar y llevar a cabo su obra. El lugar elegido fue el espacio que fuera el estudio de Jorge Michel, ubicado en la calle Herrera y Quinquela Martín.
Mediante un llamado a concurso, un jurado compuesto por Américo Castilla, Luis Benedit, Pablo Suárez, Ricardo Longhini, Víctor Grippo, y Hernán Dompé seleccionó a diecisiete postulantes, luego de estudiar los portfolios de cien aspirantes. Finalmente quedó establecido un conjunto de becarios, previa entrevista personal donde se consideró la aptitud de integración del trabajo en equipo. La conformación del grupo humano fue un criterio de selección fundamental, así como también la evaluación de los proyectos presentados. Si bien se puso como límite de edad los treinta y cinco, no fue este un requisito excluyente.
Los artistas que hoy integran el Taller de Barracas son: Carlota Beltrame (Tucumán), Silvana Constantino (Rosario), Beto De Volder, Leandro Erlich, Gabriel Esquerra (La Plata), Claudia Fontes, Mónica Giron, Patricia Landen, Laura Rippa (Rosario), y Analía Segal.
El apoyo teórico es brindado por Luis Benedit, Ricardo Longhini y Pablo Suárez. El taller funciona todos los días y tiene una dinámica que varía de acuerdo a la modalidad de cada alumno.
Algunos tienen un estudio propio, de manera que realizan sus trabajos afuera y los completan en Barracas, otros desarrollan su obra íntegramente en el taller. En el caso de los artistas del interior del país, viajan con una frecuencia que varía en cada caso, y se instalan durante una breve temporada en Buenos Aires.
La función de los docentes es ejercer un tutelaje que ayude no sólo a que los alumnos puedan lograr la máxima eficacia en la concreción de sus proyectos, sino también apuntalarlos estratégicamente para que se formen con rigor profesional. En este sentido, se trata de difundir el concepto de administración eficiente entre quienes realizan actividades con propósitos no lucrativos para que puedan prever cómo continuar la actividad luego de concluida la ayuda de la beca.
Uno de los aspectos más interesantes del trabajo grupal es la confrontación de experiencias entre interlocutores pares y la crítica colectiva de las obras en proceso. Los tres maestros coinciden en tratar que la producción de los becarios se sitúe en una circunstancia local, que no sea ajena a las cuestiones regionales, pero que no desdeñe la relación con el exterior. Para ello, se invita a críticos de arte, curadores y administradores culturales para que dicten breves seminarios.
Los artistas del Taller de Barracas tienen el objetivo común de compartir una situación de trabajo, impulsados por la necesidad de entablar una actitud solidaria entre la gente joven dedicada al quehacer artístico. No hay una propuesta estéticamente determinada, los discursos son variados y cada artista utiliza en forma individual su repertorio formal.
Las rosarinas Laura Rippa (35) y Silvana Constantino (30) presentan distintas variantes sobre el tema de comida. En la primera, su Almuerzo argentino con empanadas de bronce fundido exhibidas con la solemnidad de un busto de honor, ironiza sobre el origen de ciertos rasgos que caracterizan la celebración de los ritos nacionales. Con una postura antiecologista, Constantino confronta el placer hedonista de la tradición culinaria con la frialdad mórbida de un lechón de silicona blanco, que circula impulsado por un pequeño motor a lo largo de una planchada de hierro similar, a los sistemas de patines usados en los frigoríficos. En el Exoesqueleto de Mónica Giron (35) hay un planteo sobre la construcción de la categoría del género. Es una instalación compuesta por torsos femeninos huecos, moldeados en fibra de vidrio y resina de poliéster sobre su propio cuerpo y el de su sobrina de cuatro años, recubiertos por masilla pintada que camufla la piel imitando la corteza de diversas especies de árboles de la Patagonia. En la misma línea del género, los objetos ambiguos de Carlota Beltrame (34) son manifestaciones de arte blando, que producen imágenes textiles donde el predominio de lo orgánico establece con el espectador un tipo de comunicación cálida. Menhires de cuero de vacas cosidos con tiento se yerguen como emblemas de poder aludiendo a la tradición de la cultura ecuestre y a la artesanía popular del talabartero. Una visión más polémica es la que proponen Patricia Landen (33) y Analía Segal (26). El Criadero de almas de Landen es una estructura de chapa de hierro rústico colgada del techo, que remite a la arquitectura moderna de los edificios industriales de principio de siglo. Tiene una base cuadrangular que llega hasta el piso, con un sistema de tubos fluorescentes que irradian luz cálida sobre ciento veinte pequeños elefantes de resina de color azul traslúcido, que parecieran marchar con la inexorabilidad de un rumbo cíclico. Segal reflexiona sobre la levedad de la condición humana, el paso del tiempo y la pesantez de la existencia en De rerum natura, una especie de alas articuladas fundidas en hierro oxidado, montadas sobre un soporte empotrado en la pared. Las tallas en madera de Gabriel Esquerra (33) parodian los juguetes mecánicos de los parques de diversiones, con unos muñecos que se mueven al accionar un sistema de palancas y poleas, que, como en 38 S/W, cuestionan el orden social establecido en una metáfora sobre el poder y la violencia. En una experiencia neoconceptual que involucra lo estético en lo social, Leandro Erlich (21) intenta llevar a cabo su Proyecto Obelisco en la Boca, que consiste en la construcción de un símil en hierro del obelisco del arquitecto Prebisch, para ser ubicado en la plaza Solís de La Boca. Erlich está conversando con gente del Consejo Vecinal para conseguir la autorización de la Municipalidad para ejecutar su proyecto, del cual se puede apreciar una maqueta del emplazamiento, realizada a partir de la cartografía y de fotografías aéreas.
Bajo la aparente inocencia de una estética banalizada, Beto De Volder, (31) ironiza sobre los productos culturales, rescatando el gusto popular y la mirada cursi de los objetos de bazares y juguetería de barrio. En Canario triste– título de una canción del programa cómico La Tuerca-, recicla un modelo para armar infantil, el Pumping heart, y coloca el corazón de plástico dentro de una pajarera con un dispositivo manual de goma que, al apretarlo, hace circular un líquido rojo por unas cánulas que parecen arterias. Finalmente Claudia Fontes (30) presenta una escultura conmemorativa del hundimiento del Titanic. Es una nadadora realizada con la técnica del cemento directo, cubierta por mosaicos de tipo venecita, ubicada en la postura exacta del momento de largada de una carrera de competición, cuando el instinto de supervivencia elabora formas de reaccionar frente a un hecho que ya es irremediable. A modo de placa recordatoria, una inscripción con letras de bronce patinado evocan el nombre de la embarcación y la fecha de la catástrofe. Fontes alude a la fatalidad de la tragedia, en ese instante preciso en que la vida se torna irreversible.
El taller de Barracas es un eslabón más en la incipiente carrera de cada uno de estos diez escultores. Como dice Benedit: “después cada uno seguirá su rumbo, y eso depende un poco de las ganas y bastante de la suerte”.
POR LAURA BATKIS