Prólogo del catálogo de la exposición “Marcha” de Alejandro Kuropatwa en la Galería del Centro Cultural Ricardo Rojas, Universidad de Buenos Aires. Buenos Aires, 12 de junio al 8 de julio de 1992
“Entonces toda la tierra quedó en oscuridad, desde el mediodía hasta las tres de la tarde. Y como a esa misma hora, Jesús gritó con fuerza: -Elí, Elí, ¿Iama sabactani?- que quiere decir: dios mío, ¿por qué me has abandonado? Muerte de Jesús, en el Evangelio según San Mateo, 27, versículo 45-46
Una foto central blanco y negro y una serie de fotos color más pequeñas, distribuidas de manera cuidadosamente asimétrica sobre un fondo marrón, conforman cada una de las diez secuencias que Alejandro Kuropatwa presenta en esta exposición. Imágenes desorganizadas con la precisión del azar, en apariencia sin ninguna conexión narrativa entre sí, de modo que el espectador ansioso es libre de establecer los vínculos y armarse de su propia historia. “Había una vez un bebé negro que estaba comiendo, sonreía porque recordaba el pliegue de la cortina de la casa de su abuela”; o el pliegue y un bebé negro y nada más.
En Estados Unidos, Kuropatwa asiste a diversos cursos académicos donde estudia los secretos técnicos de la fotografía, para después olvidarlos e invertirlos, creando su propia manera o estilo de andar, su propia marcha. Con gran ironía traiciona la tradición usando profesionalmente cámaras convencionales y películas de revelado instantáneo, originalmente manipuladas por el dogma fotográfico como material de testeo. Así en las fotos blanco y negro el resultado final es una copia obtenida por intermedio de un largo proceso por etapas que se basa en la reproducción (original-fotocopia-negativo-copia). En las fotos color, en cambio, exhibe directamente el material original.
En un clima de refinada austeridad, concibe sus obras como cuadros tomando elementos expresivos de la representación pictórica. Claroscuro y veladuras, que logra con películas de alto contraste y al procesar reiteradamente el negativo.
Sábanas arrugadas por la fatiga del lecho compartido, paisajes ausentes, cunas vacías, las imágenes se suceden en una atmósfera de gran sensualidad, impregnadas de una intensa melancolía, donde todo está apenas sugerido, donde a cada momento se presiente la desintegración. Como rastros de algo que ha desaparecido. El interior de un hospital, un ramo de rosas, perros, niños, joyas, enanitos de jardín, zapatos de mujer, la imponente alfombra roja de la escalera de un hotel, flores marchitas y la asepsia inquietante de una camilla ginecológica. Kuropatwa oprime incisivamente el disparador de su cámara y fragmenta una realidad ambigua que produce a la vez repudio y atracción, y la perturbadora alusión a deseos censurados.
La Marcha de Kuropatwa es el testimonio de los instintos más profundos de la condición humana. El dolor y la pasión de un sentimiento errado, la angustia, la soledad y la identidad incierta de la vida cotidiana.
La Marcha vertiginosa de vivir el presente y el placer narcisista de las emociones efímeras.
La Marcha de la obsolencia acelerada, de la cultura Polaroid y de la banalidad estereotipada. Una noche – al igual que el poeta maldito -, Kuropatwa sentó a la belleza en sus rodillas. Y la encontró amarga. Pero no la injurió. Sobrevivió al diluvio y eligió libremente su propio éxodo. Una Marcha más allá del decálogo y mucho más acá de la belleza.
POR LAURA BATKIS